LA MIRADA DE RAMÓN
Ramón vive en su casa encerrado y sólo desde hace años. Tiene un hermano que le lleva comida y tabaco dos veces en semana. Se acerca a la ventana de su casa, un primer piso de un edificio en malas condiciones y le entrega las provisiones. No tiene electricidad ni agua. Seguramente no necesita.
La trabajadora social del Centro me había hablado de él unos días antes. El Ayuntamiento había tomado la decisión de intervenir por motivos de salud pública. Los insectos salían hacia las casas de los vecinos y el hedor era insoportable. Gracias a un vecino consiguieron que ayer les abriera la puerta y una cuadrilla entró en su casa para vaciarla. 45 metros cuadrados de desperdicios acumulados durante años.
En la calle de arriba, tres coches de la policía estaban aparcados. Realizaban un control anti droga en el barrio. Percibí el olor 100 metros antes de llegar. Me resultó repugnante.
Cuando llegué, estaban llenando el segundo camión. Cinco trabajadores municipales sacaban basura, sillones rotos, sillas viejas, maderas, hierros y bolsas repletas de desperdicios. Los vecinos curioseaban en la calle como si se tratara de una fiesta, incluso uno de ellos filmaba la escena con su móvil. “Cuanto morbo” pensé, “igual lo cuelgan en internet”.
Estaba sentado en la escalera del edificio. 76 años. Delgado, melena canosa rizada, barba, pantalón corto y una cazadora abierta dejaba su pecho al descubierto. Descalzo. Las uñas de los pies no habían sido cortadas desde hace años. La suciedad acumulada hacía que Ramón fuera de un solo color, ropa y piel. Me recibió con una sonrisa y le tendí la mano. Mi guante de látex chocó con su palma abierta y firme. Sus ojos se cruzaron con los míos y sonrió. “Buenos días, ¿cómo se encuentra? le pregunté, “ bien” me contestó sin dudar. “No necesito un médico, estoy muy bien”. La enfermera me avisó: había una cucaracha cerca de mí, en la pared. Me aparté sobresaltada y ella la aplastó. Desde ese instante supe que si quería atender a Ramón, debería ser tolerante con la situación. Hice un esfuerzo para no salir corriendo. Con el rabillo del ojo vigilaba que las demás cucarachas no pasaran por encima de mis zapatos.
Le ausculté el corazón, el tórax, le toqué las piernas, las manos, le tomé el pulso y la tensión. Había que trasladarlo al Hospital para una revisión cardiológica, a modo de excusa porque iban a fumigar con productos tóxicos y no podría permanecer en la casa. Mientras hablamos, Ramón sacó un paquete de tabaco y su DNI de un bolsillo. Sorprendentemente estaba vigente. Sacó un cigarrillo con cuidado. Lo puso entre los labios y lo encendió. Una bocanada de placer llenó su boca. No quería ir al Hospital, se encontraba bien. Aún así, me despedí de él, le agradecí su buen trato y salí de su portal. Inundada en sudor avisé a una ambulancia para que se lo llevaran. Me fui al Centro para continuar atendiendo la consulta que había abandonado una hora antes.
Había perturbado a Ramón con mi decisión de trasladarlo. Me impresionaron muchas cosas, el olor, la basura, los insectos. Pero lo que más me marcó fue la mirada chispeante de Ramón al encender su cigarrillo.
Dra Carmen Cervera-Grupo Ccón y Salud. Canarias.
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COMENTARIOS.-
Me interesan de este relato tres aspectos: en primer lugar que la doctora sale de su centro de salud para atender una incidencia que altera el buen curso de tareas que constituye su rutina. La mayor parte de personas estarían contrariadas, máxime si el paciente es un Diógenes harapiento. Sin embargo la doctora hace un esfuerzo para adaptarse a la suciedad ambiental y cumplir unas tareas clínicas, (no sabemos si en la misma escalera, expuestos a la mirada de curiosos). En segundo lugar existe una decisión no médica de trasladar al paciente al hospital… parece una orden que nadie pone en duda, aunque el paciente no lo desee ni exista indicación objetiva. Todo el mundo actúa bajo la presión de acabar con las cucarachas, con este inframundo zombi que se ha abierto como un absceso a la mañana soleada. Finalmente hay una mirada chispeante, un momento de placer. Aquí atisba la doctora a la otra persona, alguien real que tiene percepciones propias, una manera de vivir… Ya no es Diógenes, ya es alguien susceptible de dialogo, alguien al que damos voz, o podríamos darle voz. Pero el tiempo acucia, la ambulancia está de camino, el destino estaba trazado de antemano, y los pacientes en la Sala de Espera apremian…
FBorrell- Grupo CCón y Salud. Cataluña.
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Se me ocurre…¿Cuáles son las necesidades de esta persona?
Desde luego ni agua ni electricidad parecen importantes, algo de comida y su tabaco son perentorios.
¿Tan poco basta para satisfacerlo?
¿Con tan poco se conforma?
¿Es su horizonte tan escaso? Frente a las demandas y personas demandantes habituales en nuestras consultas…
¿Cómo llego hasta allí?
Por otro lado, lo social enmarca el cuadro, tanto por las quejas previas de sus vecinos como por la perspectiva posible de esta persona del diferente/disonante social.
Nosotros los médicos (y la sociedad, vecinos) vamos a marcarle los límites de su disfrute, desde luego el tabaco no entraría en nuestras opciones. El hermano cubría lo básico para él.
La mirada le da entidad y no es un semblante triste a pesar de todo.
En medio de ese revuelto de basuras, surge la persona y la doctora va dispuesta a su encuentro, a pesar del mal olor previo, le tiende la mano franca, desde el principio....y podemos imaginar cómo cuesta, más allá de las cucarachas, explorar un cuerpo en esas condiciones. Me trae al recuerdo una situación similar con un "sin techo" recogido en la calle por una ambulancia y mis dificultades para explorarlo. El individuo estaba decidido también a mantener su autonomía, en ese caso quería ir al hospital…solo a dormir, estaba ebrio.
Habla también de la diversidad de entornos y escenarios del médico de familia, conviviendo con situaciones complejas más allá del medio clínico.
Una vez fuera del hospital …¿Quién es capaz de modificar su modus vivendi?¿Quién le atenderá? ¿Volverá a corresponderle a otro médico de familia?
GRACIAS por la experiencia.
Pilar Arroyo- Grupo Ccón y Salud. Navarra.
Ramón vive en su casa encerrado y sólo desde hace años. Tiene un hermano que le lleva comida y tabaco dos veces en semana. Se acerca a la ventana de su casa, un primer piso de un edificio en malas condiciones y le entrega las provisiones. No tiene electricidad ni agua. Seguramente no necesita.
La trabajadora social del Centro me había hablado de él unos días antes. El Ayuntamiento había tomado la decisión de intervenir por motivos de salud pública. Los insectos salían hacia las casas de los vecinos y el hedor era insoportable. Gracias a un vecino consiguieron que ayer les abriera la puerta y una cuadrilla entró en su casa para vaciarla. 45 metros cuadrados de desperdicios acumulados durante años.
En la calle de arriba, tres coches de la policía estaban aparcados. Realizaban un control anti droga en el barrio. Percibí el olor 100 metros antes de llegar. Me resultó repugnante.
Cuando llegué, estaban llenando el segundo camión. Cinco trabajadores municipales sacaban basura, sillones rotos, sillas viejas, maderas, hierros y bolsas repletas de desperdicios. Los vecinos curioseaban en la calle como si se tratara de una fiesta, incluso uno de ellos filmaba la escena con su móvil. “Cuanto morbo” pensé, “igual lo cuelgan en internet”.
Estaba sentado en la escalera del edificio. 76 años. Delgado, melena canosa rizada, barba, pantalón corto y una cazadora abierta dejaba su pecho al descubierto. Descalzo. Las uñas de los pies no habían sido cortadas desde hace años. La suciedad acumulada hacía que Ramón fuera de un solo color, ropa y piel. Me recibió con una sonrisa y le tendí la mano. Mi guante de látex chocó con su palma abierta y firme. Sus ojos se cruzaron con los míos y sonrió. “Buenos días, ¿cómo se encuentra? le pregunté, “ bien” me contestó sin dudar. “No necesito un médico, estoy muy bien”. La enfermera me avisó: había una cucaracha cerca de mí, en la pared. Me aparté sobresaltada y ella la aplastó. Desde ese instante supe que si quería atender a Ramón, debería ser tolerante con la situación. Hice un esfuerzo para no salir corriendo. Con el rabillo del ojo vigilaba que las demás cucarachas no pasaran por encima de mis zapatos.
Le ausculté el corazón, el tórax, le toqué las piernas, las manos, le tomé el pulso y la tensión. Había que trasladarlo al Hospital para una revisión cardiológica, a modo de excusa porque iban a fumigar con productos tóxicos y no podría permanecer en la casa. Mientras hablamos, Ramón sacó un paquete de tabaco y su DNI de un bolsillo. Sorprendentemente estaba vigente. Sacó un cigarrillo con cuidado. Lo puso entre los labios y lo encendió. Una bocanada de placer llenó su boca. No quería ir al Hospital, se encontraba bien. Aún así, me despedí de él, le agradecí su buen trato y salí de su portal. Inundada en sudor avisé a una ambulancia para que se lo llevaran. Me fui al Centro para continuar atendiendo la consulta que había abandonado una hora antes.
Había perturbado a Ramón con mi decisión de trasladarlo. Me impresionaron muchas cosas, el olor, la basura, los insectos. Pero lo que más me marcó fue la mirada chispeante de Ramón al encender su cigarrillo.
Dra Carmen Cervera-Grupo Ccón y Salud. Canarias.
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COMENTARIOS.-
Me interesan de este relato tres aspectos: en primer lugar que la doctora sale de su centro de salud para atender una incidencia que altera el buen curso de tareas que constituye su rutina. La mayor parte de personas estarían contrariadas, máxime si el paciente es un Diógenes harapiento. Sin embargo la doctora hace un esfuerzo para adaptarse a la suciedad ambiental y cumplir unas tareas clínicas, (no sabemos si en la misma escalera, expuestos a la mirada de curiosos). En segundo lugar existe una decisión no médica de trasladar al paciente al hospital… parece una orden que nadie pone en duda, aunque el paciente no lo desee ni exista indicación objetiva. Todo el mundo actúa bajo la presión de acabar con las cucarachas, con este inframundo zombi que se ha abierto como un absceso a la mañana soleada. Finalmente hay una mirada chispeante, un momento de placer. Aquí atisba la doctora a la otra persona, alguien real que tiene percepciones propias, una manera de vivir… Ya no es Diógenes, ya es alguien susceptible de dialogo, alguien al que damos voz, o podríamos darle voz. Pero el tiempo acucia, la ambulancia está de camino, el destino estaba trazado de antemano, y los pacientes en la Sala de Espera apremian…
FBorrell- Grupo CCón y Salud. Cataluña.
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Se me ocurre…¿Cuáles son las necesidades de esta persona?
Desde luego ni agua ni electricidad parecen importantes, algo de comida y su tabaco son perentorios.
¿Tan poco basta para satisfacerlo?
¿Con tan poco se conforma?
¿Es su horizonte tan escaso? Frente a las demandas y personas demandantes habituales en nuestras consultas…
¿Cómo llego hasta allí?
Por otro lado, lo social enmarca el cuadro, tanto por las quejas previas de sus vecinos como por la perspectiva posible de esta persona del diferente/disonante social.
Nosotros los médicos (y la sociedad, vecinos) vamos a marcarle los límites de su disfrute, desde luego el tabaco no entraría en nuestras opciones. El hermano cubría lo básico para él.
La mirada le da entidad y no es un semblante triste a pesar de todo.
En medio de ese revuelto de basuras, surge la persona y la doctora va dispuesta a su encuentro, a pesar del mal olor previo, le tiende la mano franca, desde el principio....y podemos imaginar cómo cuesta, más allá de las cucarachas, explorar un cuerpo en esas condiciones. Me trae al recuerdo una situación similar con un "sin techo" recogido en la calle por una ambulancia y mis dificultades para explorarlo. El individuo estaba decidido también a mantener su autonomía, en ese caso quería ir al hospital…solo a dormir, estaba ebrio.
Habla también de la diversidad de entornos y escenarios del médico de familia, conviviendo con situaciones complejas más allá del medio clínico.
Una vez fuera del hospital …¿Quién es capaz de modificar su modus vivendi?¿Quién le atenderá? ¿Volverá a corresponderle a otro médico de familia?
GRACIAS por la experiencia.
Pilar Arroyo- Grupo Ccón y Salud. Navarra.